La reunión fue numerosa; muchos oradores enérgicos, unos, o imperiosos, insinuantes otros, o irónicos, y también fastidiosos, trataron de hacerse oír, pero les era imposible dominar el tumulto.
El burro, en ese trance, pensó que sólo él podría imponer su voz y que esto seguramente lo haría elegir jefe del nuevo partido.
Subió, pues, a la tribuna; frunció las cejas, paró las orejas, tomó una actitud tan seria, tan imponente, tan doctoral, que todos, creyendo que iba a rugir, se callaron.
No hizo más que rebuznar: y se disolvió la asamblea en medio de risas.
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