Navegaban unos hombres embarcados en una nave.
Cuando estaban en alta mar se desencadenó una
violenta tempestad y la nave casi se hundió. Uno de los
navegantes, rasgándose las vestiduras, invocaba a los
dioses patrios entre llantos y lamentos, prometiendo
que les ofrecería sacrificios de agradecimiento, si se
salvaban. Cuando cesó la tempestad y se hizo de nuevo
una calma chicha, se pusieron a celebrarlo, bailaban y
daban saltos, porque habían escapado de un peligro
inesperado. Y el piloto, que era un hombre duro, les
dijo: «Amigos, debemos alegrarnos, sin olvidar que
quizá de nuevo se produzca una tempestad».
La fábula enseña a no exaltarse demasiado con los
sucesos felices, pensando lo mudable de la fortuna.
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