Pero se le ocurrió, un día, hacerle ver que todos los toros más finos del rodeo tenían de adorno una argolla en la nariz; y hasta le dejó entender, mintiendo, que era de oro y que era la señal para distinguir a la torada decente de la de medio pelo.
El toro, que ya se disponía a cornear, se contuvo, miró, observó y vio que era cierto, y se quedó quieto durante un rato para permitir que el amo le colocase a él también la argolla. Cuando la tuvo puesta, quiso seguir embromando, pero sintió que de la argolla, a cada gesto, lo tironeaban y tanto le dolía que pronto tuvo que aflojar y someterse.
La lisonja es un gran domador.
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