sábado, 6 de enero de 2018

El toro y la argolla

     Un toro, de abolengo regular no más, había nacido con un genio temible; desde chico todo lo volteaba en el tambo y en el pesebre: nadie se le podía acercar, y el amo, al verlo tan indomable, desesperaba de poderlo jamás preparar para la venta.
     Pero se le ocurrió, un día, hacerle ver que todos los toros más finos del rodeo tenían de adorno una argolla en la nariz; y hasta le dejó entender, mintiendo, que era de oro y que era la señal para distinguir a la torada decente de la de medio pelo.
     El toro, que ya se disponía a cornear, se contuvo, miró, observó y vio que era cierto, y se quedó quieto durante un rato para permitir que el amo le colocase a él también la argolla. Cuando la tuvo puesta, quiso seguir embromando, pero sintió que de la argolla, a cada gesto, lo tironeaban y tanto le dolía que pronto tuvo que aflojar y someterse.

     La lisonja es un gran domador.

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