sábado, 6 de enero de 2018

El hornero y la palma

     Una paloma doméstica alababa su habitación, tan cómoda y tan abrigada y hasta con nidos hechos de antemano. El agua, la comida abundante y variada, allí nada le faltaba, y sin trabajo casi, podía pasar en su casa la vida más feliz y más tranquila.
     Entre los que la escuchaban estaba el hornero, ese pájaro tan modesto en el vestir, tan hábil y tan asiduo en el trabajo, de costumbres tan sencillas y tan francas, que nunca pide nada a nadie y todo lo espera de sí mismo, y cuya risa sonora tan lindamente celebra sus alegrías, cuán abiertamente se burla de las necedades del prójimo. Y con riesgo de escandalizar a los que con los ojos, redondos de admiración, quedaban considerando a la paloma como un ser digno de envidia, se rió a carcajadas de lo que ella decía. Él, dijo, no tenía más que una casita de barro, edificada con  mucho trabajo en un poste del telégrafo, y que siempre necesitaba composturas; a veces tenía que ir lejos a buscar los materiales; nadie, por supuesto, pensaba en prepararle la comida y vivía de lo que encontraba por allí. Tenía que formar nido para sus pichones y no podía costear sirvienta, ni cuando su señora estaba empollando; y asimismo no cambiaría, decía, su suerte por la de esta pobre paloma con su vivienda edificada a todo costo y con todas las comodidades de que la rodeaba el hombre. «Mi casa es un rancho, agregó, pero el rancho es mío; no viene el dueño de casa a apoderarse de mis pichones, como si fuesen de él, con el pretexto de que da de comer a los padres.»
     «Del palacio ajeno que a tan alto precio arrienda la pobre esclava, la echarán cuando quieran; mientras defenderé yo, dueño, hasta la muerte, mi pobre rancho de barro».

     Aun pequeña, la propiedad enaltece.

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