El gato, a quien tanto gusta el pescado y que casi nunca puede lograrlo, al momento comprendió qué horizontes se abrían ante él, y dijo: «¿Podría usted cazar los peces sin matarlos?» -¡Cómo no! -contestó la nutria; casi sin lastimarlos. -Bien; entonces, dijo el gato; hagamos un negocio. Conozco yo un vivero natural, escondido entre las rocas, inaccesible para los pescadores, a donde me comprometo a llevar los pescados que usted me entregue; y allá se reproducirán de tal modo, que cuando la vejez le impida trabajar, usted tendrá a mano pescado para toda la vida.
-¿De veras se reproducirán tanto?
-¡Quién lo duda! -contestó el gato con el entusiasmo arrebatador de un cuentero del tío-. ¡Ciento por ciento! y garantido por mil exclamó, no sin orgullo.
La nutria quedó convencida; la ilusión embriaga, y contentándose con esa garantía que tan generosa como verbalmente le daba el gato, empezó a entregarle con regularidad cada día el más lindo pescado de los que había tomado. El gato se lo llevaba; se internaba en el monte, y ¡quién, entonces, lo hubiera visto almorzar!
Cuando asomó la vejez, la nutria quiso conocer el vivero y empezar a aprovechar su reserva de pescados, que el gato siempre le ponderaba.
Pero, un día con un pretexto, otro día con otro el gato siempre prorrogaba la inauguración, y cuando ya no le fue más posible echarse atrás, desapareció.
La nutria se convenció, algo tarde, de que cuanto más fuerte es el interés, menos seguro está el capital.
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