No dudaban del éxito y calculaban de antemano los montones de dinero que les iba a valer esa luminosa idea. Pensaban desquitarse pronto del desprecio que les manifestaban todos los insectos que fabrican o producen algo de lo que se vende, y los que saben aprovechar el trabajo ajeno.
Abrieron un bazar de artículos de lujo, y la mariposa ofreció polvos de oro al gusano de seda. Éste, buen obrero, pero de toscos modales, contestó con una mueca: «¿Para qué quiero yo polvos de oro?»
La rosa les ofreció algo de su perfume a las flores del repollo, buenas campesinas ignorantes y groseras, que se taparon las narices como escandalizadas.
El picaflor recorrió las calles con una caja llena de pedrerías hermosas, ofreciéndoselas a los chingolos que encontraba. Pero los chingolos, muchachos locos y sin instrucción, les preguntaban si eran para comer; y al saber que no eran granos, alzaban el vuelo mofándose del importuno.
Pronto se fundió el boliche; se tiraron en remate por menos que nada las preciosas obras de arte de los socios; y los tres estuvieron en la miseria.
Muchos años después, comprendió la gente lo que se les debía y consagró su memoria.
Consuelo desconsolador para los artistas hambrientos.
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