La mano derecha, sonriéndose, asintió, y teniendo derecho el clavo, entregó a la izquierda el martillo. Ésta lo levantó con esfuerzo, no pudiendo hacer menos que susurrar: «¡Qué pesado!» y dio con él varios golpes con tanta torpeza, que el clavo voló y la mano derecha hubiera quedado destrozada si no hubiera estado sobre aviso.
Se burló de la izquierda, que ya no podía más, sin haber todavía hecho trabajo útil, y la dejó convencida de que si bien estaba hecha para ayudar, no era capaz de manejar las herramientas.
-Uno que otro golpe o tajo recibes, es cierto -le dijo-; pero tu tarea no es tan penosa como la mía, y lo mejor, en este mundo, es hacer lo que uno puede, sin meterse en lo demás.
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