Salió cierta mañana
Zapaquilda al tejado
con un collar de grana,
de pelo y cascabeles adornado.
Al ver tal maravilla,
del alto corredor y la guardilla
van saltando los gatos de uno en
uno.
Congrégase al instante
tal concurso gatuno
en tomo de la dama rozagante,
que entre flexibles colas
arboladas
apenas divisarla se podía.
Ella con mil monadas
el cascabel parlero sacudía;
pero cesando al fin el sonsonete,
dijo que por juguete
quitó el collar al perro su
señora,
y se lo puso a ella.
Cierto que Zapaquilda estaba bella.
A todos enamora,
tanto, que en la gatesca compañía
cuál dice su atrevido pensamiento
cuál se encrespa celoso;
riñen éste y aquél con
ardimiento,
pues con ansia quería
cada gato soltero ser su esposo.
Entre los arañazos y maullidos
levántase Garraf, gato prudente,
y a los enfurecidos
les grita: «Novel gente,
¡gata con cascabeles por esposa!
¿Quién pretende tal cosa?
¿No veis que el cascabel la caza
ahuyenta
y que la dama hambrienta
necesita sin duda que el marido,
ausente y aburrido,
busque la provisión en los
desvanes,
mientras ella, cercada de
galanes,
porque el mundo la vea,
de tejado en tejado se pasea?»
Marchóse Zapaquilda convencida,
y lo mismo quedó la concurrencia.
¡Cuántos chascos se llevan en la vida
los que no miran más que la apariencia!
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