-Nosotros los tigres -pensaba-, como príncipes que somos, pocos amigos leales solemos tener. Adulones no nos faltan, por cierto, que siempre tratan de sacar de nosotros alguna tajada, o miedosos y cobardes, que con tal de alejar de sí nuestra ira, serían capaces de las más bajas vilezas. Pero estos chimanguitos no son ni uno ni otro. Se conoce a la legua que sus gritos son de sincera y pura alegría, de felicitación desinteresada, pues nunca vienen, estando uno de nosotros, a pedir siquiera una lonjita de carne. Tampoco nos pueden tener mucho miedo, pues son tan flacos que no valen un manotón, y bien lo saben ellos, por cierto. ¡Éstos, sí, pues, son verdaderos amigos!
Un día, volvió sin haber podido cazar ninguna presa.
Como siempre, muchos chimangos había alrededor de la guarida paterna; pero calladitos.
-Tristes están los pobres -pensó el tigrecito-, porque ven que vengo sin nada y les da lástima verme pasar hambre. ¡Qué buenos amigos!
Enternecido, contó el hecho a su padre, quejándose sólo de no poder conocerlos a todos uno por uno, para quererlos más.
-¿Quieres saber cuántos son? -le dijo el viejo-. Pues, hazte el muerto, no más, y pronto se van a juntar todos.
Así hizo nuestro tigrecito. Al rato, empezó la gritería, y venían chimangos, y más chimangos; demasiados eran para poderlos contar, ¡y casi lloraba de gusto el tigrecito al verse rodeado de tantos amigos!...
De repente sintió que dos de ellos, creyéndolo muerto de veras, le empezaban a picotear los ojos, y conoció su error.
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