sábado, 6 de enero de 2018

El oso hormiguero

     Tendido al sol, inmóvil entre los yuyos, bien envuelto en su espeso traje negro listado de blanco, luciendo magnífica cola del mismo género, el oso hormiguero gozaba de la vida. Su mayor placer era, siendo él muy haragán, observar el trabajo de las hormigas afanosas. Pasaba las horas enteras mirándolas; admiraba su ingenio, su constancia, su actividad, su destreza, su fuerza, sus cualidades de administración y de economía; pero, aunque sinceramente las admirase, nunca le había venido a la mente la idea de imitarlas. Le parecía tan natural que otros trabajasen y él no; la ley del trabajo no existía, según él, más que para cierta gente, predestinada probablemente por la Naturaleza a penar en este mundo para la mayor satisfacción de unos pocos privilegiados de la suerte.
     Los hormigueros, de esto no cabía duda, no habían sido creados para trabajar. Sus uñas largas, su pesadez natural para caminar, claramente lo indicaban, y también, aseguraba él, su instintiva falta de ganas.
     Pero hay que vivir, y aunque no trabaje uno, tiene que comer. No lo ignoraba el hormiguero, y bien sabía que el que no produce tiene que vivir del productor; que sólo se precisa encontrar para ello un medio que cuaje: y no se había quedado atrás. 
     Habiendo oído decir que a otros les bastaba vestir traje, lo mismo que él, negro con algo de blanco, y tener, también como él, la lengua melosa, para vivir bien sin hacer nada, tomó la costumbre, cuando tenía apetito, de estirar la lengua entre las hormigas; y éstas, creyendo que era azúcar, se le pegaban en tropel y las tragaba con toda tranquilidad.



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