Los hormigueros, de esto no cabía duda, no habían sido creados para trabajar. Sus uñas largas, su pesadez natural para caminar, claramente lo indicaban, y también, aseguraba él, su instintiva falta de ganas.
Pero hay que vivir, y aunque no trabaje uno, tiene que comer. No lo ignoraba el hormiguero, y bien sabía que el que no produce tiene que vivir del productor; que sólo se precisa encontrar para ello un medio que cuaje: y no se había quedado atrás.
Habiendo oído decir que a otros les bastaba vestir traje, lo mismo que él, negro con algo de blanco, y tener, también como él, la lengua melosa, para vivir bien sin hacer nada, tomó la costumbre, cuando tenía apetito, de estirar la lengua entre las hormigas; y éstas, creyendo que era azúcar, se le pegaban en tropel y las tragaba con toda tranquilidad.
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