La suerte del pantano no era mejor: los carreros lo cruzaban con el Jesús en la boca, por poca agua que hubiera caído, casi seguros de quedarse atascados en él, y poco cariño le podían tener a semejante estorbo. Aun en verano, cuando estaba seco, y que no presentaba más que su área polvorosa y desnuda, lo miraban de reojo, acordándose de los malos ratos pasados en él.
Pero, a fuerza de vivir juntos y de contarse sus penas, empezaron el médano y el pantano a prestarse mutuo auxilio. Ayudado por el viento travieso, el médano desparramó poco a poco su arena sobre el pantano, tapando con ella los pozos cavados en éste por el médano, y que ambos se cubrieron con pastos finos y tupidos, sin que en uno se estancara el agua, sin que en el otro se moviera ya el piso con el soplo del viento.
Y vino el día en que quedaron parejos el pantano y el pasar de los carros.
En ambos podían pastar los rebaños y cruzar las tropas de carros, sin que los carreros renegasen, incontrastable prueba de lo acertada que había sido su alianza.
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