Asimismo, no podía ver pasar la majada, sin dejar todo tirado, para correr a mezclarse con ella y atropellar brutalmente a los corderos recién nacidos, quitándoles la teta materna y tratando de chuparse él solo toda la leche, con balidos tan quejumbrosos como si estuviera muerto de hambre.
Hasta que un día, una oveja le preguntó si no tenía vergüenza, gordo como estaba y en estado de tan manifiesta prosperidad, de llorar así por leche; y el guacho le confesó ingenuamente lo que muchos, sin confesarlo, sienten, que nada valía para él lo que tenía, mientras veía que tuvieran algo también los demás.
El hombre sin envidia nunca es pobre de veras; ni rico de veras el envidioso.
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