Después se dejaba caer pesadamente en el suelo, y durante las horas rumiaba tranquilo.
El caballo también comía a su gusto, pero sólo cuando no lo tenían ensillado; y aunque se hubiese apurado entonces, de día y de noche, no hubiera alcanzado a comer ni la mitad de lo que el buey en unas pocas horas alzaba; y comparando los servicios prestados por ambos, no podía menos de pensar que poca cuenta tenía que hacer al amo el mantener a aquel haragán comilón.
Pero el amo un día se llevó el buey, que, de gordo, apenas podía caminar; y preguntó el caballo a un chimango que desde un poste del alambrado seguía con interés la operación, a dónde llevaban a su compañero.
-Al matadero, pues -chilló alegremente el chimango-; ¿no ve que está de grasa? ¡qué almuerzo voy a hacer!
Y el caballo comprendió que hay en esta vida varios modos de pagar el gasto.
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