-¡Qué bien cuidaba la casa! -dijo uno.
-¡Tan valiente que era! -contestó otro.
-Tan fiel.
-¡Tan bueno!
-Tan obediente.
Y mientras deshilaban ese rosario de alabanzas, el hijo del jardinero se acordaba que con el pretexto de cuidar la casa, el perro lo había mordido a él en la mano, sin la menor provocación.
Una lechuza al oír que trataban de valiente al muerto, no pudo hacer menos que reírse, acordándose que un día ella lo había asustado con sólo rozarlo a la pasada, corriéndolo después a gritos, un gran trecho.
¡Fiel! pensaba el gato, encogiéndose de hombros, ¡sí! cuando le daban de comer; y muy bien se acordaba que el perro se había quedado todo un día en casa del vecino, por haber sido agasajado con un pedazo de carne.
¿Bueno, él? escuchaba con asombro una oveja. Es que nunca habrán sabido por quién fue muerto el cordero que una vez encontraron destrozado.
¡Obediente! ¡qué rico!, cacareó la gallina. Sí, cuando lo llamaban a comer; pero cuántas veces, a pesar del reto que un día le dieron, me robó a mí los huevos. Es cierto que desde entonces, se sabía esconder bien para comérselos.
Asimismo siguieron los niños celebrando las virtudes del finado, sin querer oír nada de sus defectos; porque siempre dura más, y por suerte, el recuerdo de lo bueno que se ha perdido, que el del mal que ha dejado de causar dolencia.
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