Vio a la garza, solitaria, pobre y mal vestida, y para darse tono, más que por caridad, se aproximó a ella con aires protectores.
El cisne pensaba que la garza lo iba a saludar con el respeto que la pobreza parece deber a la fortuna, y quizá a pedirle alguna limosna: pero, a pesar de que despacio y dando vueltas se iba acercando, veía que la garza no se movía y lo seguía mirando con la mayor indiferencia.
Se le acercó del todo, y para entablar la conversación, enteró a la garza mora de quién era, de cuál era su situación en el mundo, brillante por cierto, y hasta envidiable, asegurándole que sus medios y sus relaciones le permitían ayudarle, sí como era de presumir, lo podía necesitar, con alguna concesión de pesca o cualquier otra cosa que le pudiera ser útil.
La garza no contestaba y parecía no oír o no entender estos amables ofrecimientos, por espontáneos que pareciesen. Ella no necesitaba más de lo que tenía; no quería mayor riqueza; vivía como podía sin deber a nadie obligación alguna, ni la quería contraer, sabiendo demasiado que nadie da nada sin condición; y de ahí su silencio desdeñoso.
Y el cisne no tuvo más remedio que volver a su casilla suntuosa, sin haber logrado comprar lo que siempre había creído de tan poco valor: un orgullo de pobre.
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