Pero, porque era bueno, empezaron a abusar de él. Era fuerte, por ser tan chico, lo cargaron demasiado; era sobrio, casi no le dieron de comer; era resistente, le hicieron trabajar más de lo que era posible. Y cuando ya no daba más, lo empezaron a maltratar.
Se le avinagró el genio; sus orejas no se movían ya risueñas, sino que las echaba para atrás, enojado, enseñando los dientes y aprontaba las patas.
Y el amo, desconfiando, a pesar de tener en la mano el palo amenazador, decía: «¡Qué malo es el burro!»
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