El otro perro, después de comer su ración, se había pacíficamente arrollado en un rincón del patio, de donde podía, de una ojeada, ver todo lo que pasaba en la casa y se quedaba dormitando, sin hacerle caso al compañero, ni a sus gritos.
De repente apareció en el patio un hombre con un palo en la mano; era un ladrón, que sabiendo que los amos no estaban en la casa, había saltado por la pared del fondo y venía a ejercer sus talentos.
El perro gritón, al verlo, corrió hacia él, ladrando más fuerte que nunca; pero el ladrón levantó el palo y antes que lo hubiera dejado caer, el perro había disparado hasta el fondo del jardín, no con ladridos de guapo ya, sino con gritos agudos y despavoridos, como si estuviera herido de muerte.
Se sonrió el intruso y se dirigió hacia el otro perro que, parado y gruñendo, mostraba los colmillos. Éste no caviló mucho tiempo; al ver al hombre cerca, con el palo levantado, se abalanzó sobre él, y agarrándolo de la garganta, lo volteó enseñándole que más muerde el perro callado que el que mucho ladra.
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