En su regia caverna, inconsolable
porque en el mismo día
murió ¡cruel dolor! su esposa
amable.
A palacio la corte toda llega,
y en fúnebre aparato se congrega.
En la cóncava gruta resonaba
del triste rey el doloroso
llanto;
allí los cortesanos entre tanto
también gemían porque el rey
lloraba;
que si el viudo monarca se riera,
la corte lisonjera
trocara en risa el lamentable
paso.
Perdone la difunta: voy al caso.
Entre tanto sollozo
el ciervo no lloraba, yo lo creo;
porque, lleno de gozo,
miraba ya cumplido su deseo.
La tal reina le había devorado
un hijo y la mujer al desdichado.
El ciervo, en fin, no llora;
el concurso lo advierte:
el monarca lo sabe, y en la hora
ordena con furor darle la muerte.
«¿Cómo podré llorar, el ciervo
dijo,
si apenas puedo hablar de
regocijo?
Ya disfruta, gran rey, más
venturosa,
los Elíseos Campos [1]
vuestra esposa:
me lo ha revelado, a la venida,
muy cerca de la gruta aparecida.
Me mandó lo callase algún
momento,
porque gusta mostréis el
sentimiento.»
Dijo así; y el concurso cortesano
aclamó por milagro la patraña.
El ciervo consiguió que el
soberano
cambiase en amistad su fiera
saña.
Los que en la indignación han incurrido
de los grandes señores
a veces su favor han conseguido
con ser aduladores.
Mas no por esto advierto
que el medio sea justo; pues es cierto
que a más príncipes vicia
la adulación servil que la malicia.
[1] Los Campos Elíseos eran un
«lugar de ventura y premio para las almas piadosas» (A. Ruiz de Elvira, Mitología
clásica, II, 6). <<
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