Así hizo, y habiéndose casado, empezó a cavar una cueva inmensa, con bocas muy grandes por todos lados, zaguanes anchos como para pasar tres vizcachas de frente, cuartos enormes, y en tal cantidad que hubieran cabido diez familias de vizcachas, con todos sus trastos y los mil cachivaches inútiles que suele amontonar ese animal.
Y lo bueno fue que nuestra vizcacha no tuvo hijos, de modo que parecía cementerio ese gran caserón vacío. Nada más que para tenerlo limpio, se hubiera necesitado una multitud de sirvientes, y pronto se cansó de tanto trabajo. Se tuvo que limitar a vivir en cuatro de las piezas más reducidas y abandonó el resto de la cueva. No faltaron entonces alimañas de todas clases para apoderarse de lo que quedaba desocupado; atorrantes y vagos, gente de dudosas costumbres, bullangueros y ladrones, sucios y de mal vivir, que eran un peligro constante para la dueña de la cueva.
No prever ciertas necesidades del porvenir es malo, sin duda; pero anticiparse a ellas sin cordura, es peor.
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