Un día vino ésta hacia ella, nadando a toda prisa y le indicó un punto en la laguna en el cual estaba un magnífico pejerrey. La nutria se echó a nadar, y momentos después salía a la orilla, apretando entre sus largos dientes de coral el pescado que, retorciéndose, hacía relucir al sol sus escamas de plata.
Lo empezó a comer, y tan glotonamente, que al rato se atoró con una espina y estuvo en grave peligro de morir.
Se le acercó entonces la gallareta, si no a socorrerla, lo que no podía hacer, por lo menos a consolarla.
Pero cuando la nutria volvió en sí y pudo hablar, lo primero que le dijo fue que por culpa de ella casi había muerto asfixiada, por haberle ella indicado ese maldito pejerrey; que sin eso nada hubiera sucedido.
Y la gallareta, humilde y resignada, se volvió a esconder entre los juncos, pensando que si ciertas personas tienen todos los méritos y otras todas las culpas, es que así no más tiene que ser.
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