La primera, con cuidado, agarró un grano de los que salían por la costura de la bolsa y con gran trabajo lo llevó hasta su cueva. Volvió, tomó otro, y se lo llevó también; y así siguió sin descanso.
La cucaracha subió hasta la misma boca de la bolsa, probó un grano, lo tiró, probó varios, probó muchos, mordiéndolos apenas y tirándolos en seguida. Una vez llena, se durmió entre el mismo arroz y lo ensució todo.
Al bajar, horas después, volvió a ver a la hormiga que seguía trabajando, llevando sin descanso los granitos a la cueva.
Se burló de ella, la trató de avarienta y se fue a pasear sin rumbo por los techos del granero. La hormiga se fue para su casa, a comer y dormir.
Días después, la cucaracha, en una hora de hambre, se acordó de la bendita bolsa de arroz y corrió a donde había estado parada, pero la habían quitado de aquel sitio, justamente por haberla ella ensuciado tanto.
-No importa -dijo-, la hormiga tiene.
Y fue en su busca.
La hormiga la recibió muy bien, y consintió, sin mayor dificultad, en prestarle cien granos de arroz, pero con la condición que le devolviese ciento diez al mes.
Agradecida, la cucaracha se comió los granos sin contar, y cuando no tuvo más, fue a visitar otra vez a la hormiga.
Pero no consiguió nada hasta no haber cumplido con su anterior compromiso. ¡Y qué trabajo le costó! Habían escondido la bolsa de arroz en un rincón obscuro, lejos de la cueva de la hormiga, y tuvo que hacer viajes y viajes.
La hormiga almacenaba los granos a medida que venían llegando. Puso aparte ocho de los diez que le correspondían por rédito, y como la cucaracha le preguntase por qué hacía así, le contestó:
-Estos ocho los comeré yo; los otros dos quedan de reserva; y son ellos los que me permiten trabajar para mí sola, y también hacer trabajar a los demás para mí.
Con la economía se conserva la independencia propia y hasta se compra la ajena.
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