Un día, el zorro resolvió cambiar de estado, casándose. Fue a pedir a la vizcacha le prestase su casa para la noche de las bodas; y la otra, bonachona, consintió, pasándose a vivir en casa de una parienta, para no turbar la luna de miel de su huésped.
Después de algunos días, la vizcacha volvió a su hogar y se lo pidió al zorro; pero éste ya se había acostumbrado a tener casa y no quiso saber nada de devolverla a su dueña. La vizcacha no tuvo más remedio que ir al juzgado de paz, a entablar demanda, pidiendo el desalojo. Pero no se hacía ilusión sobre el éxito de la cuestión, sabiendo de antemano que cuando, a los años, y después de gastar plata, tiempo y saliva, conseguiría el desalojo, la casa estaría completamente destruida: y triste, andaba de noche, merodeando por las cercanías de lo que había sido su domicilio.
Una noche, oyó como lamentos apagados: parecían salir de la tierra. Se acercó más y más, hasta llegar a la entrada principal, y vio que durante el día, el colono que ocupaba el campo, había tapado con mucho cuidado todas las bocas. Del mismo fondo de la cueva salía efectivamente un vago rumor de gemidos, y la vizcacha conoció la voz del zorro; lloraba éste de rabia impotente; se estaba ahogando y llamaba a la vizcacha, pidiéndole perdón y suplicándole que le abriese la cueva, pues él no tenía para esto las manos como ella.
-Aquí estoy, don Juan -le gritó-, pero ya que me echaste de mi casa, quédate vos en ella, que es tuya.
El que me robe la presa, que con ella se ahogue.
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