En busca de un paraje en donde edificar su choza, llegó allí un colono con su familia.
¡Qué árbol hermoso! -exclamó uno de los hijos-; quedémonos aquí, padre mío.
Seducido por el aspecto del árbol gigante, consintió el padre. De una raíz iba a atar con soga larga, para que comiera, el caballo del carrito en el cual venía la familia, cuando vio que allí no crecía el pasto y tuvo que retirar el animal algo lejos del árbol.
Mientras tanto, el hijo mayor, a pedido de la madre, cortaba unas ramas para prender el fuego y preparar el almuerzo. Pero pronto vieron que con esa leña, sólo se podía hacer humo.
Uno de los muchachos, entonces, para calmar el hambre, se trepó en las ramas altas y quiso comer la fruta del árbol. Se dio cuenta de que aquello no era fruta, ni cosa parecida.
-¡Hermoso árbol! -dijo entonces el padre- para los pintores y poetas. Pero no produce fruta, su leña no sirve, y su sombra no dejaría florecer nuestro humilde jardín.
Orgulloso, inútil y egoísta; más bien dejarlo solo. Vámonos a otra parte.
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