Entonces pensó en estirarla con toda su fuerza para ver hasta dónde podría alcanzar y quién sería más fuerte, si él o la cinta. Estiró, estiró; la cinta se iba poniendo larga y más larga, pero se adelgazaba y también empezaba a resistir. El mono tiraba siempre, pero algo como un recelo íntimo le aconsejaba la prudencia, y parecía decirle no abusar, no tirar hasta el último límite. La cinta ya casi no daba; el mono se sentía a la vez, y no sin cierto deleite, tentado de seguir y con cuidado; daba tirones todavía, pero pequeños, y el instintivo temor de algo que, sin que supiera bien qué, le parecía poder ocurrir, exacerbaba su gozo.
Al fin, y cediendo a ganas casi enfermizas de tentar la suerte, dio una sacudida más y ¡zas! recibió en un ojo, con una fuerza bárbara, el clavo sacado de la pared por la cinta elástica.
Quedó tuerto, pero un poco más juicioso... dicen. ¿Quién sabe?
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