Durante muchos días, vivieron como reyes y en la mayor amistad.
La gata cazaba poco, porque las ratas eran grandes y no las podía agarrar sola; pero ayudaba al hurón; y éste mataba muchas, haciéndole su parte a la compañera, quien, por su lado, y para variarle la comida, le dejaba algo de lo que le daban los amos de la casa.
Pero, poco a poco, fueron escaseando las ratas; el hurón se comía las pocas que podía cazar, y la gata, que había tenido familia, ya no le daba nada al hurón, pues apenas le alcanzaba para sí la ración.
Vino la penuria; hubo reyertas.
Así sucede a menudo, entre los mismos hombres, que en vez de comer los últimos pedazos de pan, se los tiran a la cabeza.
Medio muerto de hambre, el hurón, un día, vio pasar cerca de él uno de los cachorritos de la gata, y se lo comió. La gata cuando volvió, buscó al hijo; pero ni rastro encontró.
Al día siguiente, el hurón, cebado, se cazó otro. La gata, esta vez, lo vio y corrió sobre él; en vano, ya se lo había comido.
Echó la gata los gritos al cielo, y se deshizo la sociedad.
Más bien sola, pensó tarde la pobre, y no tan mal acompañada.
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