La excusa que a sí mismo se daba de su indecisión, era de esperar que se pusiese a tiro algún pescado grande que valiera la pena, y mientras quedaba perplejo, pasaban.
Aparecieron varios de muy buen tamaño, pero el gato no los cazó, porque sólo estiró las uñas hasta rozar el agua, y las retiró en seguida, friolento.
De repente, salta a veinte metros de allí un magnífico dorado, y ve el gato que se dirige hacia él, nadando ligero. Esta vez, alarga las uñas y se prepara.
Y viene deslizándose suavemente el pescado; ya está a tiro. El gato todavía titubea, detiene la manotada; y mientras tanto, pasa el dorado abajo del puentecillo; se da vuelta el gato para cazarlo por detrás, el pescado se aleja. «¡Ya! ¡ya!» piensa el gato; y estira las uñas, abre la mano, extiende la pata, se abalanza todo, pierde el equilibrio y se toma un soberbio baño de cuerpo entero, sin poder, por supuesto, ni tocar al dorado.
Al irresoluto, todo le sale porrazo.
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