sábado, 6 de enero de 2018

El gato montés

En las islas del Paraná, acurrucado en una rama de sauce que formaba puente encima del agua, un gato montés, en acecho, espiaba las idas y venidas de los pescados del arroyo. Se venían, jugueteando, a poner al alcance de sus uñas muchos pescaditos, entre [46] chicos y medianos; pero hacía frío, y el gato, a pesar de las ganas que les tenía, vacilaba en mojarse.
     La excusa que a sí mismo se daba de su indecisión, era de esperar que se pusiese a tiro algún pescado grande que valiera la pena, y mientras quedaba perplejo, pasaban.
     Aparecieron varios de muy buen tamaño, pero el gato no los cazó, porque sólo estiró las uñas hasta rozar el agua, y las retiró en seguida, friolento.
     De repente, salta a veinte metros de allí un magnífico dorado, y ve el gato que se dirige hacia él, nadando ligero. Esta vez, alarga las uñas y se prepara.
     Y viene deslizándose suavemente el pescado; ya está a tiro. El gato todavía titubea, detiene la manotada; y mientras tanto, pasa el dorado abajo del puentecillo; se da vuelta el gato para cazarlo por detrás, el pescado se aleja. «¡Ya! ¡ya!» piensa el gato; y estira las uñas, abre la mano, extiende la pata, se abalanza todo, pierde el equilibrio y se toma un soberbio baño de cuerpo entero, sin poder, por supuesto, ni tocar al dorado.
     Al irresoluto, todo le sale porrazo.


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