Era en invierno, con tiempo de sequía, grandes heladas, y los campos estaban en muy mal estado: a tal punto que los caballos, lo mismo que las vacas y las ovejas, estaban sumamente flacos y con miras de volverse osamentas.
Se quejaban, pues, de su mala suerte y no teniendo que comer, se lo pasaban maldiciendo del hombre, su amo, que no se acordaba de ellos y los dejaba abandonados, sin hacer nada en su favor; y no dejaban de mirar con envidia al cerdo a quien no se mezquinaba la comida, dándole de todo a él, como si fuera más que ellos.
El cerdo los oía y sin dejar de moler maíz y de chupar con avidez la leche espesada con afrecho, murmuraba con profundo desprecio... y algo de inquietud:
-¡Gente envidiosa, que nunca está contenta! ¡Socialistas!
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